Las leyes italianas nunca negaron explícitamente a las mujeres el acceso a la universidad; no obstante, su escasa presencia en el siglo XIX —de 1867 a 1900 sólo hubo 224 mujeres graduadas en Italia— demuestra cómo lo que podría definirse como una doble discriminación, basada tanto en el género como en la clase social, operaba a través de un sistema educativo intrínsecamente elitista y dualista.
Las mujeres económica y socialmente favorecidas (y la mayoría de las arquitectas pioneras de las que se hablará a continuación pertenencía a esta categoría), nacidas en elites de mentalidad abierta, menos condicionadas por sesgos y discriminaciones de género, tenían, desde luego, un mejor y más fácil acceso a la educación, a la formación y a la profesión. También ocurría a menudo que algunas de ellas comenzasen su carrera profesional beneficiándose de la tradición familiar, trabajando con sus padres, hermanos o maridos.
Sin embargo, muchas veces su trabajo y contribuciones no se veían reconocidas y/o valoradas por varias razones, entre ellas el hecho de que no se solía firmar un proyecto con el nombre completo del/de la diseñador/a, por lo que no se podía averiguar si había una mujer o un hombre detrás del título de ingeniero o arquitecto. Hubo incluso mujeres que optaron conscientemente por permanecer en el anonimato.